...y si las elecciones son una forma de regular nuestra convivencia y nuestra vida, si conllevan una serie de reglas que en el derecho electoral se concitan para regular nuestras relaciones, en una lógica básica es fácil vaticinar que nuestras elecciones tendrán que experimentar cambios.
México, a partir de la Reforma Política de 1977 que, entre otras cosas incorporó el principio de Representación Proporcional para la elección de representantes en Ayuntamientos y en el Congreso de la Unión y modificó las medidas para la incorporación de otros partidos políticos al espectro que hasta entonces había permanecido con un partido hegemónico y alguna oposición dosificada y marginal, ha venido periódicamente adaptándose hasta tener un sistema electoral envidiable para muchos, pero insuficiente como de modo perenne pudiera resultar la democracia, siempre perfeccionable y tan frágil que hay que estarla recogiendo y reacomodando en las delicadas piezas, que a cada imprudencia, por breve o insignificante que parezca, rompe con lo que se ha construido de este rompecabezas de cristal.
Hoy, nuestra democracia circula por un camino peligroso en medio de un cambio de régimen reciente, un nuevo partido aunque no hegemónico, muy fuerte de acuerdo con los últimos resultados donde apenas se estrenó al tiempo que se encumbraba ante el hastío del electorado por las dos fuerzas, con mismo modelo y prácticas, que lo antecedieron durante casi un siglo. La pandemia representa igualmente un factor cuyos alcances, afectaciones, reflexiones y vericuetos en el pensamiento colectivo, no podemos vaticinar en cuanto a su magnitud, pero que de una u otra manera habrán de presentarse. Hoy, además de la relevancia histórica y estratégica en el futuro de la consolidación o modificación de un nuevo régimen, sabemos que se trata de la elección mas grande en cantidad de puestos a elegir, por el orden de 21,000 puestos, muchos de ellos con suplencias adicionables, y por si fuera poco ha despertado una gran expectativa y reclutamiento espontáneo de múltiples candidatos. En un cálculo arbitrario que confío se acerque a la realidad pongámosle un promedio de 10 candidaturas por cada puesto- considerando que también hablamos de la presencia de 9 partidos nacionales y varios locales en la contienda- lo que nos daría un número aproximado de 200,000 candidatos; pero si pensamos en que cada partido hubo de escoger entre varios aspirantes a ser candidatos, podemos calcular moderadamente otro promedio de 5 aspirantes a cada una de las candidaturas, que grosso modo nos hablas de un millón de tiradores para tan pocos patos. Hasta aquí y en razón de tanto entusiasmo por servir al país, podríamos pensar que tal vez -solo tal vez- hayamos eliminado en gran parte al fantasma del abstencionismo; sin embargo, cuando vemos el batidillo, la mescolanza y machacado ideológico que marginó idearios, principios y militancias, podríamos llegar a ver dentro de muy poco tiempo como quienes habían pensado votar y hasta sabían el color de su voto, ahora pueden entrar en la franja de indecisión profunda que los lleve a abstenerse por desprecio, flojera, decepción o todas juntas; y no estaremos descubriendo el hilo negro. Pero en otro enfoque pensemos en quienes como quietra que sea llegamos hasta el momento final, es decir la llegada a las urnas: de pronto vemos una boleta donde no hay nada que nos parezca “menos peor”, ahí nuestra libertad de voto se deteriora por la falta de opciones genuinas -todas son iguales- entonces ¿que alternativa nos queda?. Necesitamos pensar en el Voto en Blanco, aquel que no haga las veces de nulo o inexistente sino que expresamente manifieste que no teniendo ninguna alternativa, exigimos que se nos dé. Y con el que alcanzando un porcentaje predeterminado en ley electoral, podamos aspirar a una nueva elección en la que ya no figuren esos candidatos que solo representan el interés de quien los colocó.